viernes, 28 de agosto de 2009


En la Batalla de Estanques, los españoles fueron atacados por sorpresa por los patriotas venezolanos lo que motivó a que los realistas emprendieran la huída a pié por una estrecha montaña. Páez a caballo, armado con una lanza y un arma de fuego logró engañar una columna enemiga de doscientos hombres persiguiéndolos él solo, pero simulando voces que lo acompañaban.
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Logró una importante victoria aprovechando la confusión del enemigo y lo desventajoso del terreno por donde huían.
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Dicho en sus mismas palabras recogidas en su autobiografía:
“…Huyó el enemigo por una cuesta que en su mayor parte apenas permitía que marchasen los soldados de uno en uno. Observando yo que el enemigo no podía formarse para resistir el ataque los seguí gritando ¡Viva la República! y fingiendo diferentes voces. Le cargué repentinamente matando al sargento que iba de último en la retaguardia.
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Asustados los enemigos no supieron cómo defenderse. Unos se apartaban del camino y encontraban la muerte en los precipicios, otros atropellaban a sus compañeros y presentaban mejor y mayor blanco para mis tiros. Los otros se arrojaron al suelo y pidieron a gritos clemencia tirando las armas y municiones y abandonando dos piezas de artillería.
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El único que disputó la victoria y la vida, fue un tal José María Sánchez, hombre en extremo temido de los meridanos que me obligó a echar pie en tierra y a lidiar cuerpo a cuerpo con él, por la posesión de la lanza exterminadora.
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Era en efecto dicho Sánchez, hombre de gran fama entre los realistas por su valor y arrojo y también muy temido por los patriotas en Mérida. Se contaba de él que, en un encuentro en el pueblo de Lagunillas, había desmontado un cañón de montaña y se lo llevó acuestas como si fuera la más liviana carabina de estos tiempos.
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Cuando yo perseguía a los aterrados realistas, volvió cara Sánchez repentinamente y con una tercerola (arma de fuego usada por la caballería que es un tercio más corta que la carabina) que llevaba logró quitarse los botes de lanza que yo le dirigía.
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Viendo que no podía hacer libre uso del arma de fuego, la arrojó al suelo y echó mano a mi lanza con intensión de disputármela.
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Sin soltar yo esta defensa, arrojéme de mi caballo, y por medio de un gran esfuerzo logré arrancársela, y entonces le di con ella una herida mortal. Viéndole tendido en tierra, me arrodillé y traté de quitarle una hermosa canana (cinturón para llevar cartuchos) que llevaba al cinto, y como prorrumpiese en palabras descompuestas e impropias del momento en que se hallaba, me puse a exhortarle a bien morir y yo rezaba el credo en voz alta para estimularle a repetirlo.
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Afortunadamente para mi, volví la vista por casualidad, y vi que en lugar de acompañarme en mis plegarias, tenía ya casi fuera de la vaina el puñal que llevaba al cinto. Confieso que mi caridad se amortiguó completamente, y no permitiéndome mi indignación ocuparme por más tiempo del destino futuro de mi adversario, le libré con un lanzazo de la ira que lo ahogaba, aún más que la sangre que vertía.
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Después del encuentro con Sánchez continué la persecución, cogí prisioneros a ocho artilleros realistas, me apoderé de su bandera y de dos cañones, uno de ellos regalado por una señora de Mérida, cuyo nombre tenía inscrito encima de la boca, que, según decían, era el mismo que Sánchez se había llevado de Lagunillas. Después perdimos tres veces esta pieza de artillería y otras tantas volvimos a recobrarla.
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Cuando mucho rato después retrocedí, encontré en el sitio donde estaba muerto Sánchez a nuestro ejército y los vecinos de Mérida que no hallaban palabras con que encomiarme ese triunfo y aún más por haber hecho desaparecer al monstruo de Sánchez.